En Rachid, primer pueblo al que llegamos desde Chiguetti, hace una semana, los niños se agolpan para mirarnos, acompañarnos, pedirnos algo (sin actitud limosnera) y hablarnos, o, mejor dicho, escucharnos hablar. Enseguida se nos congregan más de veinticinco chicos y chica, desde dos o tres años hasta catorce o quince, unos blancos como nosotros y otros negros, descalzos o con zapatillas baratas chinas, con pantalón y camisetas occidentales sucias y raídas los chicos y con melafa las chicas, que son menos. La gran comitiva pasea hasta la parte alta del pueblo,
donde se ve la ciudad antigua en ruina y la escuela en medio de la nada, sin patio, acotación o una simple sombra entre el pedregal. Las viviendas están valladas con piedras y barro y tienen un espacio central muy limpio y allanado, rodeado de habitaciones no conectadas, con techo de paja y paredes de adobe o caña, con corrales sombreados para las cabras. El orden y la limpieza, en medio de la pobreza y la precariedad, destaca frente a la suciedad de la calle pedregosa y llena de basuras plásticas que el viento se encarga de distribuir por doquier. El acompañamiento llega a ser agobiante pues, ante la novedad que suponemos, nos observan con risas nerviosas como a animales de zoológico, nos miran de arriba abajo, no hay movimiento que sea controlado y se acercan tanto que al andar van dejando solo un estrecho círculo justo para desplazarte. Cualquier gesto brusco es interpretado con temor y te hace sentir temido, pero sobre todo muy raro e incómodo. Sólo la información del bajo índice de robo nos tranquiliza pues el control al que nos vemos sometidos es extremo por esta simpática e inquietante turba de menores de edad.
Algo similar nos sucede en una población donde paramos a comprar pan y parchear una llanta, pero esta vez la inmovilidad y la espera hace que los minutos se hagan interminables. Tocan el pelo de los niños, te observan desde muy cerca, tienes dificultad para abrir o cerrar las puertas de los coches de tanta aglomeración que se forma. Hay quien se atreve a sacarnos fotos desde su móvil y segundos después advertir que no hagan lo recíproco con ellos. Persiguen especialmente a los niños y también los escotes femeninos. El descaro es natural pero incómodo y difícil de aceptar, más aún cuando el rato se alarga y no tienes dónde escapar.
Cuando todavía faltan casi quinientos kilómetros para llegar a Nouackchott, la capital, a la que ya nos dirigimos directamente, aparece el asfalto. Es una carretera estrecha y con un arcén escaso, pero el firme está en buen estado, lo que permite una velocidad aceptable y avanzar bastante. Es necesario estar atentos para esquivar alguna vaca y varios burros, que se quedan muy quietos, pero, sobre todo grandes camellos que cruzan la vía sin pararse con mirada altiva y sin temor alguno.
Otro elemento que llama la atención es la enorme cantidad de animales muertos a la orilla del camino. Hemos contado más de cuarenta de gran tamaño, que se pudren al sol y emanan un hedor que el viento se encarga de difundir. Todo ello no empequeñece la belleza y el exotismo para nosotros de este cruzar el desierto, que nos ofrece dunas, páramos con vegetación dispersa, altos rocosos desde los que divisar pueblos, agrupaciones de jaimas y dromedarios y hasta un campo de arroz en el centro de una pequeña laguna.
parte 6
enero 2009
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