miércoles, 11 de febrero de 2009

MAURITANIA, EL VIAJE SOÑADO (parte 6)

En Rachid, primer pueblo al que llegamos desde Chiguetti, hace una semana, los niños se agolpan para mirarnos, acompañarnos, pedirnos algo (sin actitud limosnera) y hablarnos, o, mejor dicho, escucharnos hablar. Enseguida se nos congregan más de veinticinco chicos y chica, desde dos o tres años hasta catorce o quince, unos blancos como nosotros y otros negros, descalzos o con zapatillas baratas chinas, con pantalón y camisetas occidentales sucias y raídas los chicos y con melafa las chicas, que son menos. La gran comitiva pasea hasta la parte alta del pueblo, donde se ve la ciudad antigua en ruina y la escuela en medio de la nada, sin patio, acotación o una simple sombra entre el pedregal. Las viviendas están valladas con piedras y barro y tienen un espacio central muy limpio y allanado, rodeado de habitaciones no conectadas, con techo de paja y paredes de adobe o caña, con corrales sombreados para las cabras. El orden y la limpieza, en medio de la pobreza y la precariedad, destaca frente a la suciedad de la calle pedregosa y llena de basuras plásticas que el viento se encarga de distribuir por doquier. El acompañamiento llega a ser agobiante pues, ante la novedad que suponemos, nos observan con risas nerviosas como a animales de zoológico, nos miran de arriba abajo, no hay movimiento que sea controlado y se acercan tanto que al andar van dejando solo un estrecho círculo justo para desplazarte. Cualquier gesto brusco es interpretado con temor y te hace sentir temido, pero sobre todo muy raro e incómodo. Sólo la información del bajo índice de robo nos tranquiliza pues el control al que nos vemos sometidos es extremo por esta simpática e inquietante turba de menores de edad.
Algo similar nos sucede en una población donde paramos a comprar pan y parchear una llanta, pero esta vez la inmovilidad y la espera hace que los minutos se hagan interminables. Tocan el pelo de los niños, te observan desde muy cerca, tienes dificultad para abrir o cerrar las puertas de los coches de tanta aglomeración que se forma. Hay quien se atreve a sacarnos fotos desde su móvil y segundos después advertir que no hagan lo recíproco con ellos. Persiguen especialmente a los niños y también los escotes femeninos. El descaro es natural pero incómodo y difícil de aceptar, más aún cuando el rato se alarga y no tienes dónde escapar.
Cuando todavía faltan casi quinientos kilómetros para llegar a Nouackchott, la capital, a la que ya nos dirigimos directamente, aparece el asfalto. Es una carretera estrecha y con un arcén escaso, pero el firme está en buen estado, lo que permite una velocidad aceptable y avanzar bastante. Es necesario estar atentos para esquivar alguna vaca y varios burros, que se quedan muy quietos, pero, sobre todo grandes camellos que cruzan la vía sin pararse con mirada altiva y sin temor alguno. Otro elemento que llama la atención es la enorme cantidad de animales muertos a la orilla del camino. Hemos contado más de cuarenta de gran tamaño, que se pudren al sol y emanan un hedor que el viento se encarga de difundir. Todo ello no empequeñece la belleza y el exotismo para nosotros de este cruzar el desierto, que nos ofrece dunas, páramos con vegetación dispersa, altos rocosos desde los que divisar pueblos, agrupaciones de jaimas y dromedarios y hasta un campo de arroz en el centro de una pequeña laguna.
parte 6
enero 2009

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