Chinguetti es una ciudad encantada. Su parte antigua, no en el centro sino al lado de la que llaman moderna, parece llena de fantasmas. Con edificios de piedra en medio de un desierto de arena, fue nudo comercial de caravanas camelleras durante siglos. La fabulosa mezquita de anchas columnas y sobresaliente minarete está en uso pero, salvo ésta y algunas tiendas de artesanía, precarias y entre muros caídos, toda construcción está abandonada y medio derruida.
No es difícil ver restos de estantes entre sujeciones de adobe, puertas antiguas con pestillos de madera que ya nada guardan, columnas mostrando su anterior vida de palmera. Las piedras se apilan casi sin argamasa y han debido venir de lejos pues las dunas cubren los alrededores. Sólo un palmeral con huertos de oasis enverdecen un poco el entorno que, según dicen, hasta el año pasado estaba plagado de turistas franceses. Ahora, tras el golpe militar de agosto, con la excusa del asesinato de unos extranjeros junto a la carretera a la capital, el gobierno galo ha desaconsejado este destino. Parecen más motivos de presión política, pues se ha encauzado el turismo a Argelia o a Israel curiosamente.
Al internarnos en el desierto se comienza a sentir una lógica sensación de soledad, tanto transmisora de tranquilidad como de necesaria autosuficiencia en caso de problemas. Hay zonas de dunas de fina arena, eriales sembrados de piedras, algunos arbustos resecos y montañas de llamativas formaciones talladas por el viento permanente.
Más de cinco veces se clavó alguno de los vehículos, debiendo empujar con fuerza, pero el guía va señalando un camino plagado de curvas incomprensibles, subidas y bajadas y paradas para reorientar el rumbo. Por algún extraño arte sabe dónde está lo más duro y transitable.
No es difícil ver restos de estantes entre sujeciones de adobe, puertas antiguas con pestillos de madera que ya nada guardan, columnas mostrando su anterior vida de palmera. Las piedras se apilan casi sin argamasa y han debido venir de lejos pues las dunas cubren los alrededores. Sólo un palmeral con huertos de oasis enverdecen un poco el entorno que, según dicen, hasta el año pasado estaba plagado de turistas franceses. Ahora, tras el golpe militar de agosto, con la excusa del asesinato de unos extranjeros junto a la carretera a la capital, el gobierno galo ha desaconsejado este destino. Parecen más motivos de presión política, pues se ha encauzado el turismo a Argelia o a Israel curiosamente.
Al internarnos en el desierto se comienza a sentir una lógica sensación de soledad, tanto transmisora de tranquilidad como de necesaria autosuficiencia en caso de problemas. Hay zonas de dunas de fina arena, eriales sembrados de piedras, algunos arbustos resecos y montañas de llamativas formaciones talladas por el viento permanente.
Más de cinco veces se clavó alguno de los vehículos, debiendo empujar con fuerza, pero el guía va señalando un camino plagado de curvas incomprensibles, subidas y bajadas y paradas para reorientar el rumbo. Por algún extraño arte sabe dónde está lo más duro y transitable.
parte 2
enero 2009
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