miércoles, 11 de febrero de 2009

MAURITANIA, EL VIAJE SOÑADO (parte 3)

Montar el campamento es tan laborioso como interesante, desde montar las jaimas como instalar unas camas de campaña que nos alejan de alacranes y arañas sospechosas. Pero más impactante ha sido ver llegar desde la lejanía a dos grupos de mujeres con su artesanía. En este desierto en el que nos hemos internado no parece haber lugar donde apartarse del consumo y el comercio, pues frente a las jaimas montan sus tenderetes en el suelo y esperan pacientemente a que nos acerquemos a comprar, mirar o conversar, si podemos.
La noche se torna ventosa y fría. El día luminoso, resplandeciente. Un buen desayuno y en marcha. Este campamento de fortuna se monta y desmonta en poco tiempo con la colaboración de todo el mundo. Hoy es día de arenas, de dunas que se suceden una y otra vez, como todos.
El desierto es lo más alejado de la uniformidad que se puede imaginar. Entre la finísima arena aparecen ramas carnosas con hojas verdes y grandes, en una imagen incomprensible. Entre varias dunas se descarna un trozo de tierra con piedras y pajizos amarillos. Al fondo, una montaña marrón rivaliza con el blanquecino predominante, como la nieve suele hacerlo de forma contraria. Se recortan en el horizonte suaves curvas, rotas esporádicamente por un arbusto o dos que, altaneros, se niegan a sucumbir en tanta aridez. El cielo y la arena va tomando diferentes tonalidades rojizas al atardecer.
Nos orienta nuestra guía mauritano. Va en cabeza con su todoterreno y sabe perfectamente por dónde debemos ir en esta pequeña caravana de tres vehículos. Con ayuda de intérprete, pues habla francés y árabe hasanía, cuenta que se crió en el desierto, que no fue a la escuela primaria, sino únicamente a la coránica, donde aprendió a leer y escribir el árabe clásico, con el que reza, pero que lo que sabe, dice, incluido un poco de italiano, es lo que le enseñaron los turistas. Anima al grupo con sus enigmas o adivinanzas, comenta y explica, acepta toda la comida y bebida que se le ofrece, nada pide ni protesta, duerme en su propia carpa individual occidental de igloo, mientras nosotros lo hacemos en jaimas tradicionales. Ora cuando tiene ocasión, primero de pié y luego de rodillas, doblándose hasta posar la frente en el suelo, siempre mirando al este, a la Meca. Acompaña cada momento, intermedia con todo el que nos encontramos. En una ocasión fue a llevar a unas mujeres a sus jaimas y tardó por tomar té con un anciano, nos contó. Otra noche se marchó a comer cordero con unos camelleros. Se le ve con leche de oveja que le han regalado y hace amistades con todo el mundo. Ha encontrado en esta actividad de guía una fuente de ingresos y de aprendizaje, aunque le obliga a estar lejos de su familia y hogar. Cuando se le ve salir de su coche y correr rápidamente a otear a uno y otro lado o a tocar con su mano el suelo, uno se pregunta hasta cuándo podrá hacer este trabajo y qué secuelas de aculturación le quedarán a este hombre simpático y sencillo, que casi siempre lleva turbante con su ropa tradicional y hace el té en el suelo al menos una vez al día.
No se ven muchos animales por el desierto o, probablemente, nosotros no sepamos verlos. Algún lagarto que otro de un palmo y medio de largo, un halcón y una lechuza pequeña. Hemos visto huellas de gacelas del desierto, que están en vías de extinción. Cada mañana se descubren rastros de reptiles, pájaros y pequeños animales, que durante el día se apartan del sol que, aunque provoca un calor muy seco, ha llegado a ponernos en cuarenta y dos grados. También dicen que hay chacales, escorpiones y arañas, pero apenas hemos visto un alacrán a pesar de las precauciones tomadas.
parte 3
enero 2009

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