lunes, 31 de agosto de 2009

PASE EL TIEMPO QUE PASE

(historias del pueblo)

Rodríguez era guardia civil. En aquellos años sesenta la Benemérita campaba por sus respetos allá por donde le antojaba. Iban en pareja a caballo o caminando, entrando por cualquier vereda o por campo abierto. En el medio rural no siempre se delataba su presencia por el ruido del motor del vehículo, podían aparecer en cualquier momento. Les gustaba impresionar a las gentes, llegando de improviso. Al dar el alto se paralizaba el aludido bajo riesgo de ser baleado si no lo se inmovilizaba completamente.
Anselmo era un chiquillo de la aldea. Había quedado huérfano antes de haber llegado a la pubertad, con cinco hermanos, que se debatían entre el hambre y la miseria. La ayuda de sus abuelos, escasos de recursos, la dedicación de su madre, que hacía rifas y ponía inyecciones, y las pequeñas aportaciones de los pequeños permitían la supervivencia a duras penas de la familia. Él recogía espárragos que luego entregaba a su abuelo, recovero, que compraba gallinas y otros productos en el campo y lo vendía en una ciudad cercana. Eran sólo unas monedas, pero aliviaba la escuálida economía familiar.

Aquel día, Anselmo había salido a realizar la recolección cotidiana, con su canasta en el brazo, para evitar las roturas de los tallos, lo cual abarataba el producto. Nunca se alejaba demasiado de las casas, como mucho hasta la torre, desde donde se veía su hogar y la calle principal de la población. Concentrado en su tarea, de pronto oye un raspajeo y el temido grito: -Alto!!!. Eran los civiles.

Esperaban encontrar productos de contrabando en el cesto, sospechando que el abuelo utilizara al correo infantil para llevar y traer, por aquellos montes, material de estraperlo. Desconfiaban de todo el mundo a este respecto, pues también la cercanía de un puerto extranjero lo facilitaba, la necesidad era mucha y la excusa era perfecta para establecer una mayor y ejemplarizante represión.
Rodríguez tiró al suelo los espárragos, pero, frustrado por no encontrar nada más, de puro coraje, pisoteó los vegetales hasta hacerlos hilo. El niño, al ver el producto de su trabajo destruido y la ayuda a su familia coartada, no pudo por menos que llorar, desconsolado, de rabia, de impotencia. Pero el militar no estaba dispuesto a escuchar lamentos y ver lágrimas y, lejos de compadecerse, lanzó un tremendo bofetón a la cara del chiquillo. Con tamaño golpe y ante lo desequilibrado de las fuerzas, Anselmo cayó más allá de las retamas. El oído le silbaba, el cachete le ardía, la mandíbula le dolía, pero la dignidad fue la más dañada. Desconocer el motivo último de la acción del adulto y lo desmedido del inmerecido castigo produjo un gran efecto en el crío, que ni se atrevió a contar lo sucedido a su madre, su familia o cualquiera del pueblo, pues el temor era mayúsculo y la vergüenza tremenda. El secreto fue celosamente guardado.

Los años pasaron y el mozalbete se fue convirtiendo en un joven trabajador de las vías del tren. El episodio de los espárragos quedó en el olvido y, al no poder ser referido por nadie, se aparcó en lo más profundo de la memoria. O al menos eso parecía.
Rodríguez, como casi todo funcionario militar, pidió su baja voluntaria por años de servicio y, aún en edad laboral, comenzó a trabajar en algunas obras, aprovechando las influencias conseguidas en los años de autoridad y los contactos conservados como miembro del Cuerpo. Su puesto era de listero, una labor sencilla que operativamente no iba más allá de presentarse en la obra, al principio de la jornada, pasar lista, comprobar la asistencia de todos los obreros, amedrentarlos con amenazas en caso de ausencia o dudas en caso de enfermedad y marcharse a sus otras labores lúdicas, domésticas o de cualquier otra índole. Una especie de inspector laboral contratado por el patrón para incidir en su autoridad delegada y no mancharse con lo sucio del trato con los trabajadores.
La casualidad hizo que Anselmo coincidiera con Rodríguez en el mismo tajo. El exguardia civil pasaba lista a diario en la cuadrilla del joven, nombrándolo en voz alta, pero sin saber de quién se trataba. Era obvio que no relacionaba aquella cara con la del chiquillo de los espárragos o, lo más probable sería que episodios como aquéllos habían sido tan habituales que su memoria no guardaba detalles, fechas, rostros ni lugares específicos. Pero Anselmo sí.
Pasados unos días el muchacho bullía de la rabia. Respondía al ser mencionado por el sádico pero no dejaba de dar vueltas a su cabeza.

Unas semanas después le comentó al responsable que tenía que hablar con otro jefe que se encontraba unos kilómetros más arriba de la vía. El permiso fue concedido y, poco después de marcharse el listero, salió de la obra rápidamente. Corrió entre los raíles lo más rápido que pudo, atajando por veredas, para finalmente apostarse a la salida de un túnel en una tensa espera.Al llegar Rodríguez, aún Anselmo jadeaba por la carrera y el nerviosismo. Usted no se acuerda de mí, ¿verdad? Pues no. Y le relató aquello que sucedió tantos años atrás. Seguidamente y sin mediar palabra un fuerte, duro y curtido puño golpeó la cara del antiguo guardia civil. Con lengua entrecortada por el miedo y el dolor insistía en que había una equivocación, que no era él aquel injusto agresor, que nunca había hecho tal cosa. Pero el vengador tenía una seguridad absoluta. El recuerdo del rostro prepotente del número de la Benemérita era inequívoco. Un segundo puñetazo llevó al hombre al suelo. La falta de resistencia y la paralización por el temor dejó satisfecho al muchacho, dispuesto a propinarle una soberana paliza. Una última amenaza dio por concluido el incidente, exento de testigos, en medio del campo: y si lo que hoy ha pasado me perjudica lo más mínimo iré a buscarlo donde quiera que se esconda, me acordaré de usted pase el tiempo que pase.

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