lunes, 21 de junio de 2010
(EN TONO DE ASUSTABEBÉS) QUE VIENE LA REFOOOOOORMAAAAA...!
Si bien no era tan linda como “revolución”, la palabra “reforma” tenía su encanto. Cuando se hablaba de reforma agraria nos imaginábamos el reparto de las tierras, la entrega de medios de producción a un campesinado desposeído y esperanzado, la llegada de la justicia de “la tierra para quien la trabaja”. Si era reforma religiosa se usaba para aludir a aquellas gentes valerosas que se oponían a la todopoderosa iglesia católica del siglo dieciséis que buscaban un acercamiento mayor a Dios, a la deidad del bien, que entretejían una nueva forma de organizarse para vivir su sentido de la trascendencia, más abierto, cercano, personal, desinhibido. La reforma educativa se veía siempre como un salto a la modernidad, más acorde a los tiempos, abandonando antiguallas metodológicas, universalizando sistemas más dinámicos, activos, de aprendizajes novedosos, útiles, más sanos y necesarios, atendiendo a cubrir necesidades generales, más sociales y liberales. Aquella reforma política del Estado de los años setenta nos trajo formas más democráticas, apertura a partidos políticos proscritos, la posibilidad de elecciones y abandonar la dictadura franquista.
Sin embargo, hoy, en la primera década del siglo veintiuno, en el estado español, cuando oímos “reforma” nos produce el mismo efecto que cuando nos decían “que viene el coco”, nos echamos a temblar. La reforma laboral beneficia la minoría empresarial frente a la mayoría trabajadora, disminuye los derechos conquistados en años de luchas por la clase obrera facilitando el despido y aumenta las ventajas patronales con mayores privilegios. Ahora nos hablan de reforma de las pensiones y el miedo entra en el cuerpo, pues seguro que llega con más años por cotizar para cobrar la exigua y recortada paguita, la obligada ancianidad para jubilarse o un cómputo para señalar las cuantías que por arte de magia nos perjudicará al común de la gente.
Qué tiempos aquellos en los que no queríamos que las cosas quedasen igual, pues hoy miramos al cielo implorando mantenernos así, como estamos. Qué alegrías nos dio la palabra “reforma” cuando la identificábamos con un mundo mejor, más repartido, justo y equitativo. ¿Sería posible una reforma laboral que impidiera el despido improcedente, que obligara al reparto de las ganancias proporcional al esfuerzo y al aumento de los sueldos en función al de los beneficios empresariales? ¿Una reforma de pensiones que estableciera una renta básica, una edad de jubilación en función al tipo de trabajo y al esfuerzo realizado, que garantizara la cobertura de las necesidades de quienes trabajaron tanto por todo el país, ya fuera en la empresa o en la casa?
Ahora que tanto se habla de reforma, ¿será el momento de una reforma fiscal que grave de verdad a quienes se quedan con las riquezas y sea realmente proporcional? ¿una reforma educativa que adecue la labor formativa de la sociedad a la necesidad de más tolerancia, diálogo, interrelación, multiculturalidad, coeducación, diversidad? ¿una reforma agraria que facilite la soberanía alimentaria, la dignidad del campesinado, la revalorización de la tierra, la recuperación de nuestras capacidades productivas desde la sostenibilidad, que rompa con el latifundio y el abandono del campo? ¿una reforma electoral que permita una auténtica representación de todas las opciones políticas, incluidas las minoritarias, las que no tienen apoyo de los medios de comunicación, las que no gustan a los partidos mayoritarios, y que limite el gasto electoral, las maquinarias de marketing político, los apoyos y presiones empresariales? ¿una reforma cultural que frene la mercantilización, que quite tasas y cánones, que haga equiparable unas manifestaciones y otras, que elimine el capitalismo salvaje de nuestras formas de expresión?
martes, 9 de marzo de 2010
DESARROLLO, PERO ¿QUÉ DESARROLLO?
Cuando el paradigma racionalista engendró un modelo de desarrollo basado en el crecimiento económico, lo hizo para que perdurase en el tiempo y se expandiese por todo el espacio posible, o, mejor dicho, útil. Si en los años cincuenta el modelo capitalista se veía crecer y crecer en competencia con un estatismo, que también crecía y crecía, el hundimiento de la economía ultraplanificada y centralizada, a la vez que la suavización de los regímenes militares neofascistas, contempló la emergencia de un neoliberalismo capitalista, proclamado el fin de la historia. Las recetas de ajuste estructural, el seguidismo al modelo de los Estados dominantes, el economicismo a nivel macro, la medición por grandes indicadores productivos se hizo ley y religión en materia de desarrollo.
Han surgido nuevos paradigmas, críticos ante resultados no contemplados en ese modelo neoliberal capitalista, y aupados en los últimos años por una crisis estructural que todo lo replantea. Algunos hacen resurgir de sus cenizas un fortalecimiento del Estado como fórmula redistributiva de los parabienes obtenidos de los recursos naturales. El socialismo del siglo veintiuno reestructura el aparato público para garantizar derechos básicos. Entre ellos apenas toca el de herencia, libre empresa o propiedad privada, por lo que se identifica con un matizado capitalismo de Estado o socialismo de mercado.
Otros consiguen fuertes niveles de crecimiento económico, y también de desarrollo humano a la zaga de los anteriores, potenciando en paralelo estructuras estatistas robustas e inapelables con un capitalismo salvaje y ultraliberal. El modelo, muy criticado pero también admirado, puede hacer que un Estado, el más poblado del mundo, se convierta en el segundo más importante del planeta y, quien sabe, si el primero más pronto que tarde.
También hay quien alza su voz, que no tanto la praxis histórica, a favor de un desarrollo entendido como libertad, como conquista de los derechos humanos universales, especialmente aquellos de corte político, civiles. Se apoyan en una interpretación de los años noventa como los de la expansión del bienestar a la vez que de la democracia, por supuesto definida desde la perspectiva liberal, occidental, electoralista e individualista.
Pero, ¿no sería necesario dejar de hablar de desarrollo como “el desarrollo”? ¿sería posible que, además de proclamar a los cuatro vientos la necesidad del autodesarrollo, lo respetáramos de manera efectiva? ¿tan conveniente es que todo el planeta deba caminar hacia el mismo lugar y de la misma forma? Criticábamos el desarrollismo de los setenta, que pervive con fuerza hoy día, porque dividía entre desarrollados y en vías de desarrollo, entre los que viven en la fecha actual y los que lo hacen como cincuenta o cien años atrás, entre los que llegaron y los que están por llegar. Pero, ¿no estamos aplicando el mismo paradigma cuando hablamos de democracia o de derechos humanos universales, aquellos que proclamaron un grupo de hombres, adinerados, blancos, occidentales, de mediana edad, en un único punto de la Tierra?
No deberíamos necesitar que nuestros vecinos dejasen que extrajéramos su petróleo barato para poder sobrevivir, que nuestras costas se llenen de cemento y servicios que utilizar para poder obtener beneficios indispensables para la supervivencia, envenenar la tierra para comer alimentos extratempranos, casi atemporales. El intercambio y el enriquecimiento mutuo nada tienen que ver con la dependencia. Y para no caer en ésta cada cuál debe escoger su camino y modelo de desarrollo. Y obligatoriamente no llegaremos al mismo lugar, ni tendremos el mismo proceso. Eso es el autodesarrollo, el desarrollo endógeno, el desarrollo autónomo. Por más que nos cueste aceptar que una nación (que no es siempre un Estado, más bien casi nunca) y que una comunidad (que no es simplemente la suma de individualidades, sino mucho más) tome veredas distintas de las nuestras debemos aceptarlo como su propio proceso. Tendremos que garantizar nuestra supervivencia básica, nuestra forma de alimentarnos, resguardarnos, curarnos, educarnos, relacionarnos con la naturaleza o con la trascendencia, y hacerlo sin conflicto con otras formas de desarrollo, sin dependencias, sin coacciones, sin proselitismos. Es probable que de esta forma las diferencias de lo que hoy llamamos desarrollo no sean importantes, que el consumismo sea desterrado, a favor de un consumo lógico y responsable; que la innovación tecnológica insustancial, del entretenimiento-adormecimiento, decaiga a favor de una tecnología apropiada (hecha propia), adaptada al medio (no universal) y realmente útil para la supervivencia; que las citas para depositar una papeleta partidaria, que poco se diferencia de la otra opción, cada periodo de más de mil días, deje de llamarse participación política, para dar paso a un empoderamiento real de los grupos, las comunidades y las naciones (insisto, que no Estados), que decidan cada paso a dar y el lugar al que se quieren encaminar.
El desarrollo…, ¿qué desarrollo? ¿económico, ecológico, el de la libertad y los derechos humanos,…? ¿el que definimos nosotros, el que definen ellos, el que define no se sabe quién?
Han surgido nuevos paradigmas, críticos ante resultados no contemplados en ese modelo neoliberal capitalista, y aupados en los últimos años por una crisis estructural que todo lo replantea. Algunos hacen resurgir de sus cenizas un fortalecimiento del Estado como fórmula redistributiva de los parabienes obtenidos de los recursos naturales. El socialismo del siglo veintiuno reestructura el aparato público para garantizar derechos básicos. Entre ellos apenas toca el de herencia, libre empresa o propiedad privada, por lo que se identifica con un matizado capitalismo de Estado o socialismo de mercado.
Otros consiguen fuertes niveles de crecimiento económico, y también de desarrollo humano a la zaga de los anteriores, potenciando en paralelo estructuras estatistas robustas e inapelables con un capitalismo salvaje y ultraliberal. El modelo, muy criticado pero también admirado, puede hacer que un Estado, el más poblado del mundo, se convierta en el segundo más importante del planeta y, quien sabe, si el primero más pronto que tarde.
También hay quien alza su voz, que no tanto la praxis histórica, a favor de un desarrollo entendido como libertad, como conquista de los derechos humanos universales, especialmente aquellos de corte político, civiles. Se apoyan en una interpretación de los años noventa como los de la expansión del bienestar a la vez que de la democracia, por supuesto definida desde la perspectiva liberal, occidental, electoralista e individualista.
Pero, ¿no sería necesario dejar de hablar de desarrollo como “el desarrollo”? ¿sería posible que, además de proclamar a los cuatro vientos la necesidad del autodesarrollo, lo respetáramos de manera efectiva? ¿tan conveniente es que todo el planeta deba caminar hacia el mismo lugar y de la misma forma? Criticábamos el desarrollismo de los setenta, que pervive con fuerza hoy día, porque dividía entre desarrollados y en vías de desarrollo, entre los que viven en la fecha actual y los que lo hacen como cincuenta o cien años atrás, entre los que llegaron y los que están por llegar. Pero, ¿no estamos aplicando el mismo paradigma cuando hablamos de democracia o de derechos humanos universales, aquellos que proclamaron un grupo de hombres, adinerados, blancos, occidentales, de mediana edad, en un único punto de la Tierra?
No deberíamos necesitar que nuestros vecinos dejasen que extrajéramos su petróleo barato para poder sobrevivir, que nuestras costas se llenen de cemento y servicios que utilizar para poder obtener beneficios indispensables para la supervivencia, envenenar la tierra para comer alimentos extratempranos, casi atemporales. El intercambio y el enriquecimiento mutuo nada tienen que ver con la dependencia. Y para no caer en ésta cada cuál debe escoger su camino y modelo de desarrollo. Y obligatoriamente no llegaremos al mismo lugar, ni tendremos el mismo proceso. Eso es el autodesarrollo, el desarrollo endógeno, el desarrollo autónomo. Por más que nos cueste aceptar que una nación (que no es siempre un Estado, más bien casi nunca) y que una comunidad (que no es simplemente la suma de individualidades, sino mucho más) tome veredas distintas de las nuestras debemos aceptarlo como su propio proceso. Tendremos que garantizar nuestra supervivencia básica, nuestra forma de alimentarnos, resguardarnos, curarnos, educarnos, relacionarnos con la naturaleza o con la trascendencia, y hacerlo sin conflicto con otras formas de desarrollo, sin dependencias, sin coacciones, sin proselitismos. Es probable que de esta forma las diferencias de lo que hoy llamamos desarrollo no sean importantes, que el consumismo sea desterrado, a favor de un consumo lógico y responsable; que la innovación tecnológica insustancial, del entretenimiento-adormecimiento, decaiga a favor de una tecnología apropiada (hecha propia), adaptada al medio (no universal) y realmente útil para la supervivencia; que las citas para depositar una papeleta partidaria, que poco se diferencia de la otra opción, cada periodo de más de mil días, deje de llamarse participación política, para dar paso a un empoderamiento real de los grupos, las comunidades y las naciones (insisto, que no Estados), que decidan cada paso a dar y el lugar al que se quieren encaminar.
El desarrollo…, ¿qué desarrollo? ¿económico, ecológico, el de la libertad y los derechos humanos,…? ¿el que definimos nosotros, el que definen ellos, el que define no se sabe quién?
viernes, 20 de noviembre de 2009
LA TIERRA COMO SEÑA DE IDENTIDAD ANDALUZA
Andaluces levantaos
pedid tierra y libertad
Hoy, más que nunca, en el momento en que la economía especulativa ha salido a la luz y está siendo juzgada y condenada, es necesario reivindicar la tierra. Para el pueblo andaluz la tierra ha sido seña de identidad ancestral, además de elemento de reivindicación y grito de lucha.
Para los antiguos pueblos costeros del mediterráneo, fenicios, griegos, cartagineses, así como para catalanes o también tuaregs del desierto, el comercio fue su salida natural, buscando unos recursos de subsistencia que su territorio no podía ofrecerles suficientemente. Para otros, de carácter montañés y agreste, vascos, balcánicos, andinos, la guerra y su botín constituyeron la fuente de ingresos necesarios. El dinero, las joyas, la hojalata, los objetos de fácil transporte, fueron traficados y comerciados por judíos, gitanos y otros pueblos perseguidos y en exilio permanente. A los andaluces, el Valle del Guadalquivir, las hoyas entre sierras, la montaña suave, las tierras bajas de la costa, la naturaleza, le ofreció fertilidad, para cultivar, para criar, para recolectar, pescar y cazar. La tierra es para Andalucía la madre que provee, el primer valor, junto al de la libertad, según reza en el himno.
Andalucía fue conocida como el granero de la Península por su enorme producción de trigo sobre todo, pero también de cebada, de avena. Alimentó no sólo a su gente sino a la de otros territorios ajenos, haciendo salir por sus puertos y sus rutas terrestres el grano que en forma de harina conformó alimentación básica de mucha mucha gente.
Los andalusíes perfeccionaron las técnicas agrícolas hasta límites desconocidos hasta entonces, y sostenibles como no se han desarrollado hasta hoy. El riego se llevó a lugares lejanos, las sequías cíclicas se paliaron y la escasez de agua de largas temporadas secas se sofocó con canales, represas y un cuidado uso del suelo en función a sus posibilidades reales. Se introdujo el olivo, optimizador de sierras y ondulaciones del terreno, se mantuvo la vid en una muy tolerante época islámica y se potenciaron los regadíos. Pero a la vez las áreas forestales se aprovecharon sin devastar, la encina, el alcornoque, el matorral se hicieron fuente de subsistencia, la costa se apoyó en sus pesquerías, el monte se pobló con cabra bien pastoreada, la marisma se respetó en su biodiversidad, se cazó sin depredar y se recolectaron los frutos que la tierra regalaba sin contraprestación más allá que la del respeto y la prudencia.
“Está queriendo llover” dicen en el pueblo. Parece que la lluvia tuviera voluntad, de caer o de pasar de largo, como si se le atribuyeran cualidades humanas. Igual que se hacen romerías a diferentes lugares del campo. Los sacerdotes construyeron iglesias donde iban de antiguo las gentes a ejercer su espiritualidad, pusieron nombres a sus vírgenes procedentes de la naturaleza, como las del Rocío, el Valle, el águila, la Peña, la Oliva, la Sierra, la Estrella, el Mar.
La tierra es seña de identidad andaluza, por su presencia permanente a lo largo de la historia, por los productos que le regaló y que le permitieron sobrevivir, por el respeto que el pueblo le brindó, por las tradiciones y vivencias de lo trascendente. Y hoy, en un presente capitalista unido a la especulación, materialista asociado al dinero, depredador aliado al productivismo, industrialista alejado de la naturaleza, ¿podremos, el pueblo andaluz, volver los ojos a la Tierra, a nuestra Tierra?
pedid tierra y libertad
Hoy, más que nunca, en el momento en que la economía especulativa ha salido a la luz y está siendo juzgada y condenada, es necesario reivindicar la tierra. Para el pueblo andaluz la tierra ha sido seña de identidad ancestral, además de elemento de reivindicación y grito de lucha.
Para los antiguos pueblos costeros del mediterráneo, fenicios, griegos, cartagineses, así como para catalanes o también tuaregs del desierto, el comercio fue su salida natural, buscando unos recursos de subsistencia que su territorio no podía ofrecerles suficientemente. Para otros, de carácter montañés y agreste, vascos, balcánicos, andinos, la guerra y su botín constituyeron la fuente de ingresos necesarios. El dinero, las joyas, la hojalata, los objetos de fácil transporte, fueron traficados y comerciados por judíos, gitanos y otros pueblos perseguidos y en exilio permanente. A los andaluces, el Valle del Guadalquivir, las hoyas entre sierras, la montaña suave, las tierras bajas de la costa, la naturaleza, le ofreció fertilidad, para cultivar, para criar, para recolectar, pescar y cazar. La tierra es para Andalucía la madre que provee, el primer valor, junto al de la libertad, según reza en el himno.
Andalucía fue conocida como el granero de la Península por su enorme producción de trigo sobre todo, pero también de cebada, de avena. Alimentó no sólo a su gente sino a la de otros territorios ajenos, haciendo salir por sus puertos y sus rutas terrestres el grano que en forma de harina conformó alimentación básica de mucha mucha gente.
Los andalusíes perfeccionaron las técnicas agrícolas hasta límites desconocidos hasta entonces, y sostenibles como no se han desarrollado hasta hoy. El riego se llevó a lugares lejanos, las sequías cíclicas se paliaron y la escasez de agua de largas temporadas secas se sofocó con canales, represas y un cuidado uso del suelo en función a sus posibilidades reales. Se introdujo el olivo, optimizador de sierras y ondulaciones del terreno, se mantuvo la vid en una muy tolerante época islámica y se potenciaron los regadíos. Pero a la vez las áreas forestales se aprovecharon sin devastar, la encina, el alcornoque, el matorral se hicieron fuente de subsistencia, la costa se apoyó en sus pesquerías, el monte se pobló con cabra bien pastoreada, la marisma se respetó en su biodiversidad, se cazó sin depredar y se recolectaron los frutos que la tierra regalaba sin contraprestación más allá que la del respeto y la prudencia.
“Está queriendo llover” dicen en el pueblo. Parece que la lluvia tuviera voluntad, de caer o de pasar de largo, como si se le atribuyeran cualidades humanas. Igual que se hacen romerías a diferentes lugares del campo. Los sacerdotes construyeron iglesias donde iban de antiguo las gentes a ejercer su espiritualidad, pusieron nombres a sus vírgenes procedentes de la naturaleza, como las del Rocío, el Valle, el águila, la Peña, la Oliva, la Sierra, la Estrella, el Mar.
La tierra es seña de identidad andaluza, por su presencia permanente a lo largo de la historia, por los productos que le regaló y que le permitieron sobrevivir, por el respeto que el pueblo le brindó, por las tradiciones y vivencias de lo trascendente. Y hoy, en un presente capitalista unido a la especulación, materialista asociado al dinero, depredador aliado al productivismo, industrialista alejado de la naturaleza, ¿podremos, el pueblo andaluz, volver los ojos a la Tierra, a nuestra Tierra?
lunes, 31 de agosto de 2009
PASE EL TIEMPO QUE PASE
(historias del pueblo)
Rodríguez era guardia civil. En aquellos años sesenta la Benemérita campaba por sus respetos allá por donde le antojaba. Iban en pareja a caballo o caminando, entrando por cualquier vereda o por campo abierto. En el medio rural no siempre se delataba su presencia por el ruido del motor del vehículo, podían aparecer en cualquier momento. Les gustaba impresionar a las gentes, llegando de improviso. Al dar el alto se paralizaba el aludido bajo riesgo de ser baleado si no lo se inmovilizaba completamente.
Anselmo era un chiquillo de la aldea. Había quedado huérfano antes de haber llegado a la pubertad, con cinco hermanos, que se debatían entre el hambre y la miseria. La ayuda de sus abuelos, escasos de recursos, la dedicación de su madre, que hacía rifas y ponía inyecciones, y las pequeñas aportaciones de los pequeños permitían la supervivencia a duras penas de la familia. Él recogía espárragos que luego entregaba a su abuelo, recovero, que compraba gallinas y otros productos en el campo y lo vendía en una ciudad cercana. Eran sólo unas monedas, pero aliviaba la escuálida economía familiar.
Aquel día, Anselmo había salido a realizar la recolección cotidiana, con su canasta en el brazo, para evitar las roturas de los tallos, lo cual abarataba el producto. Nunca se alejaba demasiado de las casas, como mucho hasta la torre, desde donde se veía su hogar y la calle principal de la población. Concentrado en su tarea, de pronto oye un raspajeo y el temido grito: -Alto!!!. Eran los civiles.
Esperaban encontrar productos de contrabando en el cesto, sospechando que el abuelo utilizara al correo infantil para llevar y traer, por aquellos montes, material de estraperlo. Desconfiaban de todo el mundo a este respecto, pues también la cercanía de un puerto extranjero lo facilitaba, la necesidad era mucha y la excusa era perfecta para establecer una mayor y ejemplarizante represión.
Rodríguez tiró al suelo los espárragos, pero, frustrado por no encontrar nada más, de puro coraje, pisoteó los vegetales hasta hacerlos hilo. El niño, al ver el producto de su trabajo destruido y la ayuda a su familia coartada, no pudo por menos que llorar, desconsolado, de rabia, de impotencia. Pero el militar no estaba dispuesto a escuchar lamentos y ver lágrimas y, lejos de compadecerse, lanzó un tremendo bofetón a la cara del chiquillo. Con tamaño golpe y ante lo desequilibrado de las fuerzas, Anselmo cayó más allá de las retamas. El oído le silbaba, el cachete le ardía, la mandíbula le dolía, pero la dignidad fue la más dañada. Desconocer el motivo último de la acción del adulto y lo desmedido del inmerecido castigo produjo un gran efecto en el crío, que ni se atrevió a contar lo sucedido a su madre, su familia o cualquiera del pueblo, pues el temor era mayúsculo y la vergüenza tremenda. El secreto fue celosamente guardado.
Los años pasaron y el mozalbete se fue convirtiendo en un joven trabajador de las vías del tren. El episodio de los espárragos quedó en el olvido y, al no poder ser referido por nadie, se aparcó en lo más profundo de la memoria. O al menos eso parecía.
Rodríguez, como casi todo funcionario militar, pidió su baja voluntaria por años de servicio y, aún en edad laboral, comenzó a trabajar en algunas obras, aprovechando las influencias conseguidas en los años de autoridad y los contactos conservados como miembro del Cuerpo. Su puesto era de listero, una labor sencilla que operativamente no iba más allá de presentarse en la obra, al principio de la jornada, pasar lista, comprobar la asistencia de todos los obreros, amedrentarlos con amenazas en caso de ausencia o dudas en caso de enfermedad y marcharse a sus otras labores lúdicas, domésticas o de cualquier otra índole. Una especie de inspector laboral contratado por el patrón para incidir en su autoridad delegada y no mancharse con lo sucio del trato con los trabajadores.
La casualidad hizo que Anselmo coincidiera con Rodríguez en el mismo tajo. El exguardia civil pasaba lista a diario en la cuadrilla del joven, nombrándolo en voz alta, pero sin saber de quién se trataba. Era obvio que no relacionaba aquella cara con la del chiquillo de los espárragos o, lo más probable sería que episodios como aquéllos habían sido tan habituales que su memoria no guardaba detalles, fechas, rostros ni lugares específicos. Pero Anselmo sí.
Pasados unos días el muchacho bullía de la rabia. Respondía al ser mencionado por el sádico pero no dejaba de dar vueltas a su cabeza.
Unas semanas después le comentó al responsable que tenía que hablar con otro jefe que se encontraba unos kilómetros más arriba de la vía. El permiso fue concedido y, poco después de marcharse el listero, salió de la obra rápidamente. Corrió entre los raíles lo más rápido que pudo, atajando por veredas, para finalmente apostarse a la salida de un túnel en una tensa espera.Al llegar Rodríguez, aún Anselmo jadeaba por la carrera y el nerviosismo. Usted no se acuerda de mí, ¿verdad? Pues no. Y le relató aquello que sucedió tantos años atrás. Seguidamente y sin mediar palabra un fuerte, duro y curtido puño golpeó la cara del antiguo guardia civil. Con lengua entrecortada por el miedo y el dolor insistía en que había una equivocación, que no era él aquel injusto agresor, que nunca había hecho tal cosa. Pero el vengador tenía una seguridad absoluta. El recuerdo del rostro prepotente del número de la Benemérita era inequívoco. Un segundo puñetazo llevó al hombre al suelo. La falta de resistencia y la paralización por el temor dejó satisfecho al muchacho, dispuesto a propinarle una soberana paliza. Una última amenaza dio por concluido el incidente, exento de testigos, en medio del campo: y si lo que hoy ha pasado me perjudica lo más mínimo iré a buscarlo donde quiera que se esconda, me acordaré de usted pase el tiempo que pase.
Rodríguez era guardia civil. En aquellos años sesenta la Benemérita campaba por sus respetos allá por donde le antojaba. Iban en pareja a caballo o caminando, entrando por cualquier vereda o por campo abierto. En el medio rural no siempre se delataba su presencia por el ruido del motor del vehículo, podían aparecer en cualquier momento. Les gustaba impresionar a las gentes, llegando de improviso. Al dar el alto se paralizaba el aludido bajo riesgo de ser baleado si no lo se inmovilizaba completamente.
Anselmo era un chiquillo de la aldea. Había quedado huérfano antes de haber llegado a la pubertad, con cinco hermanos, que se debatían entre el hambre y la miseria. La ayuda de sus abuelos, escasos de recursos, la dedicación de su madre, que hacía rifas y ponía inyecciones, y las pequeñas aportaciones de los pequeños permitían la supervivencia a duras penas de la familia. Él recogía espárragos que luego entregaba a su abuelo, recovero, que compraba gallinas y otros productos en el campo y lo vendía en una ciudad cercana. Eran sólo unas monedas, pero aliviaba la escuálida economía familiar.
Aquel día, Anselmo había salido a realizar la recolección cotidiana, con su canasta en el brazo, para evitar las roturas de los tallos, lo cual abarataba el producto. Nunca se alejaba demasiado de las casas, como mucho hasta la torre, desde donde se veía su hogar y la calle principal de la población. Concentrado en su tarea, de pronto oye un raspajeo y el temido grito: -Alto!!!. Eran los civiles.
Esperaban encontrar productos de contrabando en el cesto, sospechando que el abuelo utilizara al correo infantil para llevar y traer, por aquellos montes, material de estraperlo. Desconfiaban de todo el mundo a este respecto, pues también la cercanía de un puerto extranjero lo facilitaba, la necesidad era mucha y la excusa era perfecta para establecer una mayor y ejemplarizante represión.
Rodríguez tiró al suelo los espárragos, pero, frustrado por no encontrar nada más, de puro coraje, pisoteó los vegetales hasta hacerlos hilo. El niño, al ver el producto de su trabajo destruido y la ayuda a su familia coartada, no pudo por menos que llorar, desconsolado, de rabia, de impotencia. Pero el militar no estaba dispuesto a escuchar lamentos y ver lágrimas y, lejos de compadecerse, lanzó un tremendo bofetón a la cara del chiquillo. Con tamaño golpe y ante lo desequilibrado de las fuerzas, Anselmo cayó más allá de las retamas. El oído le silbaba, el cachete le ardía, la mandíbula le dolía, pero la dignidad fue la más dañada. Desconocer el motivo último de la acción del adulto y lo desmedido del inmerecido castigo produjo un gran efecto en el crío, que ni se atrevió a contar lo sucedido a su madre, su familia o cualquiera del pueblo, pues el temor era mayúsculo y la vergüenza tremenda. El secreto fue celosamente guardado.
Los años pasaron y el mozalbete se fue convirtiendo en un joven trabajador de las vías del tren. El episodio de los espárragos quedó en el olvido y, al no poder ser referido por nadie, se aparcó en lo más profundo de la memoria. O al menos eso parecía.
Rodríguez, como casi todo funcionario militar, pidió su baja voluntaria por años de servicio y, aún en edad laboral, comenzó a trabajar en algunas obras, aprovechando las influencias conseguidas en los años de autoridad y los contactos conservados como miembro del Cuerpo. Su puesto era de listero, una labor sencilla que operativamente no iba más allá de presentarse en la obra, al principio de la jornada, pasar lista, comprobar la asistencia de todos los obreros, amedrentarlos con amenazas en caso de ausencia o dudas en caso de enfermedad y marcharse a sus otras labores lúdicas, domésticas o de cualquier otra índole. Una especie de inspector laboral contratado por el patrón para incidir en su autoridad delegada y no mancharse con lo sucio del trato con los trabajadores.
La casualidad hizo que Anselmo coincidiera con Rodríguez en el mismo tajo. El exguardia civil pasaba lista a diario en la cuadrilla del joven, nombrándolo en voz alta, pero sin saber de quién se trataba. Era obvio que no relacionaba aquella cara con la del chiquillo de los espárragos o, lo más probable sería que episodios como aquéllos habían sido tan habituales que su memoria no guardaba detalles, fechas, rostros ni lugares específicos. Pero Anselmo sí.
Pasados unos días el muchacho bullía de la rabia. Respondía al ser mencionado por el sádico pero no dejaba de dar vueltas a su cabeza.
Unas semanas después le comentó al responsable que tenía que hablar con otro jefe que se encontraba unos kilómetros más arriba de la vía. El permiso fue concedido y, poco después de marcharse el listero, salió de la obra rápidamente. Corrió entre los raíles lo más rápido que pudo, atajando por veredas, para finalmente apostarse a la salida de un túnel en una tensa espera.Al llegar Rodríguez, aún Anselmo jadeaba por la carrera y el nerviosismo. Usted no se acuerda de mí, ¿verdad? Pues no. Y le relató aquello que sucedió tantos años atrás. Seguidamente y sin mediar palabra un fuerte, duro y curtido puño golpeó la cara del antiguo guardia civil. Con lengua entrecortada por el miedo y el dolor insistía en que había una equivocación, que no era él aquel injusto agresor, que nunca había hecho tal cosa. Pero el vengador tenía una seguridad absoluta. El recuerdo del rostro prepotente del número de la Benemérita era inequívoco. Un segundo puñetazo llevó al hombre al suelo. La falta de resistencia y la paralización por el temor dejó satisfecho al muchacho, dispuesto a propinarle una soberana paliza. Una última amenaza dio por concluido el incidente, exento de testigos, en medio del campo: y si lo que hoy ha pasado me perjudica lo más mínimo iré a buscarlo donde quiera que se esconda, me acordaré de usted pase el tiempo que pase.
jueves, 9 de julio de 2009
LA PREMISA FALSA EN AMÉRICA LATINA
La identificación interesada de modelos prejuiciados es permanente en el panorama político latinoamericano. Se repite hasta la saciedad la fórmula y, en ocasiones, llega a tener buenos resultados. Se trata de una simplificación absurda en la que se insiste a cada instante:
Rebeldía que busca el Cambio = Movimientos sociales = Izquierda política = Socialismo estatista = Hugo Chávez = Fidel Castro = Dictadura estalinista
Puede parecer una exageración, pero hoy esta relación se establece cada día. En alguna calle del centro de Tarija (Bolivia) puede leerse “Evo, chola (querida, amante) de Chávez”. Uno de los motivos que aducen los golpistas hondureños es la cercanía del Presidente Zelaya a su homólogo venezolano. Las manifestaciones convocadas por la Confederación General de Trabajadores del Perú esta semana, igual que las de los pueblos amazónicos de los últimos meses, son atribuidas por el gobierno peruano a la influencia del mandatario bolivariano.
En campañas electorales se recrudece la simplista regla, pero no se olvida en etapas de gestión normalizada, difundida por grupos mediáticos de fuertes intereses económicos, como Prisa o Vocento.
La realidad (o mejor diríamos “las realidades”) es que el modelo capitalista neoliberal, que en Europa y Estados Unidos apenas se cuestiona y que en el llamado mundo desarrollado “tan sólo necesita de algunas reformas”, es señalado como causante directo de las desigualdades sociales, de la pobreza, del continuismo político, de la dependencia global, de la discriminación racial, de la globalización excluyente, del racismo y la xenofobia, de la crisis total que estamos viviendo. La población clama por cambios estructurales en la política y la economía. Que sectores mayoritarios y populares de Ecuador, Venezuela, Bolivia, Nicaragua, El Salvador, Paraguay y otros estados latinoamericanos apuestan democráticamente, en procesos electorales bien inspeccionados por organismos internacionales (cosa a la que no estamos acostumbrados/as en el Estado español), por fórmulas revolucionarias de izquierda.
Las movilizaciones son éxitosas unas tras otras, a pesar de la represión policial, como en el caso peruano, o militar, como el hondureño. Los bloqueos se suceden y la presión se hace constante.
Sin embargo, la conocida correlación arriba citada trata de denigrar, menospreciar y tergiversar este empuje. Es obligado, para emitir una opinión racional, desentrañar esta mentira, desmenuzar lo que sucede, aceptar la diversidad y la heterogeneidad de los procesos, para así aprender de alguna forma de la experiencia ajena, compartir objetivos y vislumbrar en la lejanía una alternativa al régimen capitalista que padecemos.
Puede parecer una exageración, pero hoy esta relación se establece cada día. En alguna calle del centro de Tarija (Bolivia) puede leerse “Evo, chola (querida, amante) de Chávez”. Uno de los motivos que aducen los golpistas hondureños es la cercanía del Presidente Zelaya a su homólogo venezolano. Las manifestaciones convocadas por la Confederación General de Trabajadores del Perú esta semana, igual que las de los pueblos amazónicos de los últimos meses, son atribuidas por el gobierno peruano a la influencia del mandatario bolivariano.
En campañas electorales se recrudece la simplista regla, pero no se olvida en etapas de gestión normalizada, difundida por grupos mediáticos de fuertes intereses económicos, como Prisa o Vocento.
La realidad (o mejor diríamos “las realidades”) es que el modelo capitalista neoliberal, que en Europa y Estados Unidos apenas se cuestiona y que en el llamado mundo desarrollado “tan sólo necesita de algunas reformas”, es señalado como causante directo de las desigualdades sociales, de la pobreza, del continuismo político, de la dependencia global, de la discriminación racial, de la globalización excluyente, del racismo y la xenofobia, de la crisis total que estamos viviendo. La población clama por cambios estructurales en la política y la economía. Que sectores mayoritarios y populares de Ecuador, Venezuela, Bolivia, Nicaragua, El Salvador, Paraguay y otros estados latinoamericanos apuestan democráticamente, en procesos electorales bien inspeccionados por organismos internacionales (cosa a la que no estamos acostumbrados/as en el Estado español), por fórmulas revolucionarias de izquierda.
Las movilizaciones son éxitosas unas tras otras, a pesar de la represión policial, como en el caso peruano, o militar, como el hondureño. Los bloqueos se suceden y la presión se hace constante.
Sin embargo, la conocida correlación arriba citada trata de denigrar, menospreciar y tergiversar este empuje. Es obligado, para emitir una opinión racional, desentrañar esta mentira, desmenuzar lo que sucede, aceptar la diversidad y la heterogeneidad de los procesos, para así aprender de alguna forma de la experiencia ajena, compartir objetivos y vislumbrar en la lejanía una alternativa al régimen capitalista que padecemos.
(en la foto una manifestante indígena de la amazonía peruana grita consignas. - EFE Mónica Martínez (EFE) - Lima )
lunes, 6 de julio de 2009
NUEVO PELIGRO PARA LA ALTERNATIVA LATINOAMERICANA
(Ante el golpe de estado en Honduras)
En Honduras se están haciendo patentes, una vez más, las verdaderas posibilidades de un cambio estructural. La oligarquía económica y política del país, los partidos políticos tradicionales, el ejército y la Iglesia Católica tratan de abortar a la antigua usanza golpista el intento de ofrecer una alternativa política.
No se trata en estas sencillas líneas de analizar, proteger o vilipendiar la gestión del Presidente Zelaya, pues entraríamos en un entramado de opiniones según los intereses de unos u otros grupos, de unas mayorías y unas minorías. Lo que está meridianamente claro a estas horas es que los grupos dominantes, que siempre han tendido el apoyo de las grandes multinacionales, los EEUU y la Unión Europea, zancadillean a un dirigente elegido en elecciones libres y democráticas, unas horas antes de una consulta (ni tan siquiera referéndum o elecciones) libre y democrática.
Esta vez las entidades multilaterales latinoamericanas han sido ágiles y rápidas, la condena unánime y el acompañamiento al Presidente, y la legitimidad democrática, contundentes. Sin embargo, se echa de menos que el Presidente de los EEUU, de imagen nueva y amable, y los representantes europeos, autodefinidos como defensores a ultranza de la democracia universal, hagan algo más que lanzar palabras al viento.
Como sucede cada día en Ecuador, en Bolivia, en Venezuela, en Nicaragua y en otros lugares la minoría que siempre ha controlado el país frena los cambios que la mayoría popular clama e impulsa en los procesos democráticos electorales. Pero cuando las elecciones no lanzan los resultados deseados por la clase privilegiada parece que la democracia no es válida y hay que buscan nuevas interpretaciones de la ley. El dueño de las grandes compañías de transporte hondureñas ha sido nombrado presidente, como lo fue el de la asociación de empresarios en el golpe en Venezuela o lidera la oposición un gran bananero en Ecuador y un representante de los grandes ganaderos en Bolivia. Mientras tanto, se oyen los aplausos de los gerentes de las multinacionales europeas y norteamericanas, de la jerarquía católica y los políticos conservadores neoliberales del mundo desarrollado.
El pueblo latinoamericano está buscando nuevas vías, en cada país y estado de una manera diferente, dotados de una diversidad de procesos históricos, políticos y comunitarios de extraordinaria riqueza. No es cierto que sólo haya una vía señalada (la de Hugo Chávez), ni tampoco que todos los pasos sean positivos y, aún menos, todos loables, pero hoy América Latina nos muestra que hay alternativas posibles. Como cantaba Mercedes Sosa:
En Honduras se están haciendo patentes, una vez más, las verdaderas posibilidades de un cambio estructural. La oligarquía económica y política del país, los partidos políticos tradicionales, el ejército y la Iglesia Católica tratan de abortar a la antigua usanza golpista el intento de ofrecer una alternativa política.
No se trata en estas sencillas líneas de analizar, proteger o vilipendiar la gestión del Presidente Zelaya, pues entraríamos en un entramado de opiniones según los intereses de unos u otros grupos, de unas mayorías y unas minorías. Lo que está meridianamente claro a estas horas es que los grupos dominantes, que siempre han tendido el apoyo de las grandes multinacionales, los EEUU y la Unión Europea, zancadillean a un dirigente elegido en elecciones libres y democráticas, unas horas antes de una consulta (ni tan siquiera referéndum o elecciones) libre y democrática.
Esta vez las entidades multilaterales latinoamericanas han sido ágiles y rápidas, la condena unánime y el acompañamiento al Presidente, y la legitimidad democrática, contundentes. Sin embargo, se echa de menos que el Presidente de los EEUU, de imagen nueva y amable, y los representantes europeos, autodefinidos como defensores a ultranza de la democracia universal, hagan algo más que lanzar palabras al viento.
Como sucede cada día en Ecuador, en Bolivia, en Venezuela, en Nicaragua y en otros lugares la minoría que siempre ha controlado el país frena los cambios que la mayoría popular clama e impulsa en los procesos democráticos electorales. Pero cuando las elecciones no lanzan los resultados deseados por la clase privilegiada parece que la democracia no es válida y hay que buscan nuevas interpretaciones de la ley. El dueño de las grandes compañías de transporte hondureñas ha sido nombrado presidente, como lo fue el de la asociación de empresarios en el golpe en Venezuela o lidera la oposición un gran bananero en Ecuador y un representante de los grandes ganaderos en Bolivia. Mientras tanto, se oyen los aplausos de los gerentes de las multinacionales europeas y norteamericanas, de la jerarquía católica y los políticos conservadores neoliberales del mundo desarrollado.
El pueblo latinoamericano está buscando nuevas vías, en cada país y estado de una manera diferente, dotados de una diversidad de procesos históricos, políticos y comunitarios de extraordinaria riqueza. No es cierto que sólo haya una vía señalada (la de Hugo Chávez), ni tampoco que todos los pasos sean positivos y, aún menos, todos loables, pero hoy América Latina nos muestra que hay alternativas posibles. Como cantaba Mercedes Sosa:
América latina
Tiene que ir de la mano
Por un sendero distinto
Por un camino más claro
viernes, 3 de julio de 2009
TRATAMIENTO PARA AGRESORES...EN LA CÁRCEL
(sobre la violencia machista hacia las mujeres)
Desde varias instancias he escuchado que para el tratamiento para los maltratadores no debe ser otro que la cárcel, y lo más larga posible. Son planteamientos que han procedido de algunas personas declaradas feministas y que ven en el trabajo con hombres una inutilidad, una carga económica y de energía para las instituciones de igualdad de género que no deben malgastarse en aquellos que crean el problema, en los verdugos de los que procede la agresión , la violencia, la muerte.
Frente a éstas, también he encontrado superlativos hacia la mediación familiar, el tratamiento de la violencia de género como un asunto doméstico que debe buscar soluciones en el seno del encuentro, del diálogo, de la comunicación, de la negociación. La violencia se convierte, desde esta perspectiva, en una dificultad de entendimiento, en un acicate para sentarse a conversar, necesitado o no de intermediación efectiva.
La violencia, además de ser un acto legal y penalmente perseguible y perseguido, no puede quedar impune. En nuestro sistema social, la detención y el encarcelamiento son los instrumentos fundamentales de aplicación a la ilegalidad, al incumplimiento del régimen normativo existente. Se encarcela al que estafa, independientemente de si el estafado tenía una fortuna que tan sólo se mermó parcialmente o quedó en la absoluta ruina. Se encarcela al que roba, independientemente de si robó para cubrir necesidades básicas o para enriquecerse desorbitadamente. Se encarcela al que reiteradamente conduce sin permiso legal o en situación de embriaguez, independientemente de si causó daño a otra persona o solo a si mismo. Pues si se encarcela en estos ejemplos, con mucho más motivo al que ejerce violencia de género. Te saltas la norma gravemente, mereces cárcel. Ése es el sistema (o el régimen, según se mire).
Una segunda razón es que encarcelado no puede ejercer esa misma violencia. De tal manera que, ciertamente, mientras más largo sea el período de reclusión más largo será el momento en que pueda reiterar su conducta delictiva. Como medio de coerción de comportamientos rechazables, enclaustrar al díscolo nos sirve a toda la sociedad para estar más seguro de que no repetirá su acción.
Pero el régimen penitenciario no es suficiente. La cárcel, dicen, es la facultad de la delincuencia. La violencia se hace mucho más palpable en los recintos penitenciarios que en la calle. El ambiente machista, jerárquico y patriarcal se vive con mucha más virulencia. Quien entra en la cárcel no sólo lo hace con conceptos distorsionados de las relaciones entre mujeres y hombres sino que los tergiversa aún más, los centra en los vis a vis y se aleja de expresiones y referencias de igualdad sexual.
La cárcel, insisto, desde nuestro régimen penal, es justa y necesaria. Justa por ser consecuencia directa de la aplicación de la ley y necesaria por ser una respuesta consensuada socialmente, equiparable a otras por comportamientos similares y garantía de no reincidencia durante el tiempo de reclusión.
Sin embargo, de nada nos sirve si no se complementa con tratamiento ante la agresión, terapias psicosocioeducativas que permitan mejorar las posibilidades de reinserción del delincuente, disminuyan las posibilidades de generación de nuevas víctimas y sirvan de referencia social ante otras conductas antisociales. No se trata de mediación familiar, que pueda diluir el asunto entre víctima y verdugo, como si la responsabilidad pudiera repartirse. Tampoco de hacerse a cargo de presupuestos para la atención a las víctimas, reduciéndose éstos a favor de aquellos.
Hay que contar con los hombres para conseguir una sociedad más igualitaria. Hay que tratar a los agresores para terminar con la violencia de género, pero estando encarcelados.
Desde varias instancias he escuchado que para el tratamiento para los maltratadores no debe ser otro que la cárcel, y lo más larga posible. Son planteamientos que han procedido de algunas personas declaradas feministas y que ven en el trabajo con hombres una inutilidad, una carga económica y de energía para las instituciones de igualdad de género que no deben malgastarse en aquellos que crean el problema, en los verdugos de los que procede la agresión , la violencia, la muerte.
Frente a éstas, también he encontrado superlativos hacia la mediación familiar, el tratamiento de la violencia de género como un asunto doméstico que debe buscar soluciones en el seno del encuentro, del diálogo, de la comunicación, de la negociación. La violencia se convierte, desde esta perspectiva, en una dificultad de entendimiento, en un acicate para sentarse a conversar, necesitado o no de intermediación efectiva.
La violencia, además de ser un acto legal y penalmente perseguible y perseguido, no puede quedar impune. En nuestro sistema social, la detención y el encarcelamiento son los instrumentos fundamentales de aplicación a la ilegalidad, al incumplimiento del régimen normativo existente. Se encarcela al que estafa, independientemente de si el estafado tenía una fortuna que tan sólo se mermó parcialmente o quedó en la absoluta ruina. Se encarcela al que roba, independientemente de si robó para cubrir necesidades básicas o para enriquecerse desorbitadamente. Se encarcela al que reiteradamente conduce sin permiso legal o en situación de embriaguez, independientemente de si causó daño a otra persona o solo a si mismo. Pues si se encarcela en estos ejemplos, con mucho más motivo al que ejerce violencia de género. Te saltas la norma gravemente, mereces cárcel. Ése es el sistema (o el régimen, según se mire).
Una segunda razón es que encarcelado no puede ejercer esa misma violencia. De tal manera que, ciertamente, mientras más largo sea el período de reclusión más largo será el momento en que pueda reiterar su conducta delictiva. Como medio de coerción de comportamientos rechazables, enclaustrar al díscolo nos sirve a toda la sociedad para estar más seguro de que no repetirá su acción.
Pero el régimen penitenciario no es suficiente. La cárcel, dicen, es la facultad de la delincuencia. La violencia se hace mucho más palpable en los recintos penitenciarios que en la calle. El ambiente machista, jerárquico y patriarcal se vive con mucha más virulencia. Quien entra en la cárcel no sólo lo hace con conceptos distorsionados de las relaciones entre mujeres y hombres sino que los tergiversa aún más, los centra en los vis a vis y se aleja de expresiones y referencias de igualdad sexual.
La cárcel, insisto, desde nuestro régimen penal, es justa y necesaria. Justa por ser consecuencia directa de la aplicación de la ley y necesaria por ser una respuesta consensuada socialmente, equiparable a otras por comportamientos similares y garantía de no reincidencia durante el tiempo de reclusión.
Sin embargo, de nada nos sirve si no se complementa con tratamiento ante la agresión, terapias psicosocioeducativas que permitan mejorar las posibilidades de reinserción del delincuente, disminuyan las posibilidades de generación de nuevas víctimas y sirvan de referencia social ante otras conductas antisociales. No se trata de mediación familiar, que pueda diluir el asunto entre víctima y verdugo, como si la responsabilidad pudiera repartirse. Tampoco de hacerse a cargo de presupuestos para la atención a las víctimas, reduciéndose éstos a favor de aquellos.
Hay que contar con los hombres para conseguir una sociedad más igualitaria. Hay que tratar a los agresores para terminar con la violencia de género, pero estando encarcelados.
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